jueves, 9 de agosto de 2018

Tu cerebro no distingue entre real y virtual


Nuestro cerebro no entiende sutilezas; entiende de hechos. Traduce acciones y modula sus reacciones siguiendo unos códigos muy precisos. Si nos reímos, nuestro cerebro cree que estamos contentos y reacciona segregando endorfinas para hacernos sentir bien. Si, por el contrario, lloramos interpreta que estamos tristes o preocupados y disminuye en nuestro organismo la producción de noradrenalinaLo que nuestro cerebro no sabe hacer es distinguir si ese sentimiento de felicidad o de abatimiento que le estamos transmitiendo con nuestra risa o nuestro llanto es real o ficticio. En otras palabras, si fuéramos capaces de hacer como ese payaso triste que ríe aunque esté roto por dentro, podríamos engañar a nuestro cerebro, y este mandaría al torrente sanguíneo una buena dosis de endorfinas que nos animen.
Esta teoría forma parte del debate recurrente acerca de la supuesta incapacidad del cerebro humano para distinguir entre aquello que es real de lo que no lo no es. Ahora se sabe que se trata de una afirmación que sólo es cierta a medias. Por ejemplo, cuando alguien ve una película de ciencia ficción el cerebro sabe que se trata de una fantasía. Es decir, desde el punto de vista de la percepción biológica de la realidad, sí sabe distinguir cuándo se encuentra en un entorno ficticio y cuándo está en uno real. Es la respuesta cerebral a esos estímulos la que no es capaz de ver la diferencia. Este descubrimiento tiene enormes implicaciones médicas, ya que supone que dentro de no demasiado tiempo podríamos ser capaces de curar trastornos como el autismo o patologías como ciertas atrofias musculares gracias a la realidad virtual. La base de este potencial se encuentra en que, si bien nuestro cerebro sabe que esa realidad que experimenta es ficticia desde el punto de vista de la percepción, podemos “engañarle” igualmente haciéndole hacer cosas que no haría sin ese recurso vivencial.
Hasta hace apenas un año se pensaba que las experiencias virtuales y las reales provocaban exactamente el mismo tipo de reacciones cerebrales, que actuábamos igual de un modo o de otro. El investigador de la Universidad de Los Ángeles, Mayank Mehta, demostró que no es así gracias a un experimento realizado con ratas de laboratorio. Mehta hizo recorrer a los animales dos laberintos idénticos en todo salvo en una cosa. Mientras que uno de ellos era real, el otro era virtual. Monitorizando la actividad cerebral de las ratas, comprobó que tenían las mismas reacciones y hacían exactamente lo mismo en un caso y en otro. Se producía lo que se llama un efecto imitado. Sin embargo, había una diferencia. La actividad en el hipocampo - parte del cerebro que controla la memoria- variaba. Las ratas crearon mapas cognitivos de recuerdo que quedaban impregnados en su memoria cuando recorrían en laberinto real, pero no sucedía lo mismo cuando se embarcaban en el recorrido virtual. Era la manera en que el cerebro de los animales se daba cuenta de que no estaba inmerso en un ambiente natural.
Los trabajos de Mehta y su equipo y otras investigaciones están ayudando a definir esas diferencias. Hoy sabemos que en los entornos virtuales podemos vivir experiencias con la misma intensidad que el mundo real, pero que no dejan huella en nosotros. No trazan una marca cognitiva tras de sí. ¿De qué sirve entonces la realidad virtual si no va a dejar un poso de aprendizaje y mejora en nosotros? Lo virtual solo tendrá plenamente sentido y podrá ayudar de muchas formas al ser humano cuando consiga equipararse en nuestro cerebro a una experiencia humana plena.
La manera de resolver este dilema es añadir a esa experiencia virtual nuevos elementos que terminen de engañar a nuestro cerebro. Suministrar a esa experiencia virtual percepciones adicionales que permitan dejar esa huella de manera más o menos permanente. Se trata de trascender la percepción visual, añadiéndole nuevos elementos sensoriales para terminar de convencer a nuestro cerebro de que se trata de una experiencia real. Un simulador en el que hay sonido, en el que se mueve el asiento, en el sopla el aire, caen gotas de lluvia o emanan olores asociados a la actividad... Todos esos elementos adicionales convierten la experiencia virtual en una vivencia de carne y hueso, aumentan nuestras pulsaciones y nuestro cerebro empieza a generar esas marcas de recuerdo y esos mapas mentales que son imprescindibles para el aprendizaje.

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