Lleva con nosotros más de un década y, sin embargo, todavía parece un relato de ciencia-ficción. Es el Internet de las cosas, el mundo en el que cada objeto tiene una identidad virtual propia y capacidad potencial para integrarse e interactuar de manera independiente en la Red con cualquier otro individuo, ya sea una máquina (M2M) o un humano.
Según la multinacional estadounidense CISCO, en apenas siete años habrá en el mundo más de 50.000 millones de objetos conectados. La clave, gracias a la miniaturización de la tecnología y a la popularización de plataformas de hardware libre como Arduino, es el uso masivo de etiquetas inteligentes y de sensores implantados en toda clase de instrumentos y materiales.
Con razón, el Internet de las cosas se considera ya la enésima revolución tecnológica de nuestro siglo, en línea con otros fenómenos emergentes como el Big Data. Pero su carácter disruptivo no procede tanto del número o calidad técnica de las innovaciones que lleva asociadas como del alcance social de las mismas.
Este planeta de objetos en línea abre, de hecho, nuevos y más apasionantes horizontes de reflexión. Por ejemplo, la idea de que, gracias a la conexión masiva de las cosas a Internet, la red de redes deje de ser un espacio exclusivamente humano; o se convierta en un universo virtual fuera del cual, paradójicamente, la existencia e identidad de las personas será cada vez más irreconocible.
No importa su tamaño ni naturaleza. Todo es susceptible de conectarse a Internet. Desde una bombilla programable por móvil a una báscula que monitoriza vía Web nuestro estado físico. También, una infinita gama de aparatos dedicados a la gestión del consumo eléctrico de los hogares, el control automático de los cultivos o la recogida selectiva de los residuos sólidos urbanos. Incluso los seres vivos pueden formar parte del Internet de las cosas, ya sea una planta ávida de cuidados, una vaca enferma o a punto de parir, o una persona con problemas cardiovasculares. Como dijera Julio Verne, basta con que un hombre se imagine una cosa para que otro la torne en realidad.
Nuestros smartphones, sin ir más lejos, forman parte de ese ecosistema animado: recaban estímulos del entorno (entre otros, el nivel de contaminación acústica o la intensidad de la luz solar); los contextualizan mediante capas informativas adicionales (tales como fotografías o etiquetas sociales); y “conversan” con otros dispositivos (como una impresora wifi o una máquina expendedora de bebidas). De esta forma, liberan en tiempo real la experiencia aprehendida y la comparten en la Red (como, en ciertos casos, el posicionamiento geográfico del propio aparato).
Los objetos así conectados al Internet de las cosas ofrecen cuatro niveles básicos de interacción:
- Identificación única;
- Ubicación propia;
- Descripción de estado y propiedades;
- Reconocimiento del contexto.
En cualquier caso, la extensión del Internet de los objetos a todos los sectores y actividades del planeta, desde la industria de la automoción, al mercado minorista, la telemedicina o la protección del medio ambiente, abre espacios de discusión todavía menos explorados que el del aprendizaje en red o el estudio masivo de información.
Internet, patrimonio no sólo humano
El primero de ellos tiene que ver con la propia naturaleza social de Internet, surgido a finales de la década de los años 60 del siglo XX para facilitar, precisamente, la comunicación humana. Pero desde el año 2008 se calcula que hay ya más cosas conectadas a la Red que personas. Hoy, probablemente, sean más de 25.000 millones de objetos frente a menos de 2.300 millones de usuarios.
Dentro de poco, además, habrá más objetos “conversando” entre sí que personas hablando en Internet. Las persianas, la calefacción, el frigorífico o las luces de nuestro hogar podrán intercomunicarse autónomamente entre sí y cambiar de estado de acuerdo con los valores compartidos de hora del día, temperatura, humedad y luminosidad del entorno. Incluso, ordenarán automáticamente ciertas compras, solicitarán un servicio de reparación cuando detecten una avería propia o publicarán un mensaje determinado en Internet.
Lo que todo esto nos indicará es que, por primera vez desde su aparición, la Red habrá dejado de ser exclusivamente humana. Más aún: nos dirá que podrá existir y mantenerse “viva” sin necesidad de nuestra participación.
Objetos como promotores de la conversación
En este escenario, se plantea la paradoja de que sean los objetos los que propicien las conversaciones humanas. Podremos, de hecho, encontrarnos con comunidades organizadas en torno a los “comentarios” que generan determinados objetos y no a las opiniones de otras personas. Por ejemplo, alrededor de los datos que toma y difunde en Internet la estación meteorológica de nuestro barrio o a las incidencias que automáticamente difunde en Twitter la red de carreteras de nuestra comunidad autónoma.
Un ejemplo son las aplicaciones que comparten en Facebook los resultados de una actividad física personal –como una carrera por el parque- y facilitan las opiniones al respecto de nuestros seguidores en esa plataforma social. Run keeper o Nike LunarTR1 son algunos casos de gran popularidad en dicho ámbito.
Del mismo modo, se dibuja un horizonte en el que las personas se convertirán en un factor cada vez más necesario y, sin embargo, potencialmente menos activo de las conversaciones en Internet. Se generarán comentarios en redes sociales o en otras plataformas tecnológicas sin nuestra participación activa y consciente; por ejemplo, podrán publicarse estadísticas de tránsito peatonal a nuestro paso, simplemente, por determinado punto de la ciudad dotado con pavimento inteligente.
Presencia y ubicuidad digital
Lo virtual y lo físico comienzan a integrarse en un mismo ecosistema de redes globales, en un único “anywhere” (en español, “en cualquier lugar”). No importa donde estemos sino qué acceso tengamos a la Red. En el Internet de las cosas podemos consultar a miles de kilómetros de distancia si está encendida la cafetera y dejar preparado un café a nuestra pareja minutos antes de que ésta llegue a casa.
Paradójicamente, como recuerda Emily Green, el emplazamiento de los objetos en este espacio ubicuo es fundamental para dotar de valor a la información y a las acciones que aquellos generan. Los objetos interaccionan, necesariamente, con las cosas y con los fenómenos de su entorno inmediato. La cafetera verterá la infusión sólo si la taza está preparada bajo la válvula dispensadora.
Al mismo tiempo, cobra fuerza la idea de que las personas con identidad propia en Internet serán las que contarán con más recursos y oportunidades de interacción social. Es decir: la existencia de los individuos, de las organizaciones y de las empresas en su propio espacio físico podría resultar cada vez más irreconocible si no viene respaldada por una presencia definida en la Red.
Y eso en un mundo global donde la humanidad está cada vez más “virtualizada” y en el que, como hecho curioso, los objetos son progresivamente sus protagonistas más destacados.
Las personas como unidades de medición
Seremos tan importantes como unidades y nodos de medición que como destinatarios de los mensajes en la Red. Nuestros itinerarios más habituales, con sus horarios, sus indicadores de actividad, sus etiquetas sociales añadidas, sus imágenes, sus datos sobre contaminación acústica o presencia de CO2 en el aire… todo lo que recoja nuestro smartphone, nuestra ropa, nuestro calzado mediante sensores será susceptible de incorporarse como información a Internet y enriquecer las conversaciones de terceros.
Podremos convertirnos, nosotros mismos, una suerte de sensores en constante movimiento.
Del ordenador invisible al “alter-internet”.
La proliferación de objetos “animados” en la Red se apoyará, básicamente, en soluciones en la nube y en la llamada “computación ubícua”, es decir, aquella que será invisible a nuestros ojos pero formará parte de nuestras vidas en forma de minúsculos enseres cotidianos. Un escenario que se dibuja es aquel en el que no se necesitarán ordenadores que centralicen las acciones de los objetos sino que será cada “cosa” la que opere como su propia máquina computadora y dedique su limitada capacidad de procesamiento a cooperar con el resto de elementos del entorno, igual que las hormigas en la naturaleza.
Paralelamente, la multiplicación hasta niveles insospechados de la información disponible en Internet, como consecuencia de la conexión simultánea de millones de objetos, obligará a buscar alternativas al Internet actual. Para el año 2014, según Qualcomm, el 70 por ciento de los dispositivos de electrónica de consumo estarán conectados a la Red.
Como solución, lo que muchos expertos plantean es casi un “alter-Internet” o un “contra-Internet” de baja velocidad, baja capacidad pero muy bajo coste. Es el Internet 0, que proponen, entre otros, el profesor Neil Gershenfeld del Instituto Tecnológico de Massachusetts. A fin de cuentas, una bombilla o un frigorífico conectados a la Red no necesitarán nunca el mismo ancho de banda para operar que el que ahora ocupan las personas.
La interacción entre máquinas conectadas a la Red sin necesidad de la participación humana podrá mejorar la eficacia y eficiencia de multitud de procedimientos. De ellos, sin duda, los relacionados con la gestión y la seguridad del tráfico es uno de los más recurrentes y mencionados.
Sin embargo, el miedo a perder el control de los objetos que nos rodean o, incluso, a dejar ciertos fenómenos de nuestra vida cotidiana en manos de una inteligencia virtual, sigue siendo un sentimiento demasiado humano. ¿Confiaremos en aviones de pasajeros que prescinden de su tripulación de cabina? ¿Primará un vehículo inteligente la integridad de su ocupante en caso de accidente o la seguridad de la vía y, por tanto, la del resto de los conductores?
No tengo miedo a los ordenadores. A lo que tengo miedo es a la falta de ellos”.
(Isaac Asimov)
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