domingo, 18 de marzo de 2018

La realidad virtual puede salvar al arte

Dos artistas de la talla de Marina Abramovic y Anish Kapoor acuden a Art Basel Hong Kong, que arranca el día 29, con obras inmersivas para el espectador que hacen pensar en que el «giro virtual» al calor de las nuevas tecnologías está al caer en el mundo artístico.


Marina Abramovic es una de las artistas que se ha sumado a la revolución virtual con mayor pasión; en la imagen, la «performer» con un dispositivo de realidad virtual




Pedro Alberto Cruz .


Tiempo de lectura 8 min.

17 de marzo de 2018. 03:43h
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A diferencia del mundo del cine o del videojuego –por citar los dos lenguajes que sostienen en la actualidad la industria del entretenimiento–, el arte suele mostrarse renuente a incorporar los últimos avances tecnológicos. Cualquier nuevo desarrollo apenas si tiene repercusión en el «mainstream» artístico, y solo en los márgenes, en los territorios más periféricos de la producción, autores que no poseen una significativa relevancia crítica y de mercado son los primeros en adoptar –casi como si de auténticos frikis se trataran– implementos tecnológicos que el estado de ánimo general contempla como meros «gadgets» y no como recursos serios a la hora de plantear nuevas estrategias expresivas.

La cuestión de la realidad virtual y el arte ofrece, en este sentido, un ejemplo paradigmático de esta situación. La inminente celebración de Art Basel Hong Kong –entre el 29 y el 31de este mes– ha traído una noticia para muchos inesperada: dos de las grandes estrellas del arte contemporáneo –Marina Abramovic y Anish Kapoor– acudirán a esta feria con obras concebidas a partir de las posibilidades que procura la realidad virtual. En el caso de Abramovic, su trabajo «Raising» plantea la cuestión del cambio climático desde una perspectiva no solo reflexiva, sino altamente experiencial: a partir de un avatar de sí misma que se encuentra encerrado en un tanque de cristal y lleno parcialmente de agua, la artista reclama al espectador un compromiso en beneficio del planeta. Si éste decide contribuir a salvarlo, el nivel del agua disminuirá; si, en cambio, su respuesta es negativa, el agua cubrirá más su cuerpo con el riesgo de perecer.

Por su parte, Kapoor, a través de un trabajo titulado sugerentemente «Into Yourself, Fall», describe un viaje por el interior del cuerpo humano. El visitante es confrontado, en un inicio, con un bosque en el que sobresale una suerte de agujero negro en el suelo. Una vez que se introduce en él, comienza a recorrer extraños túneles cuyas viscosas paredes están conformadas por carne y músculos.

El instinto picassiano

Tanto en el caso de Abramovic como en el de Kapoor, este salto al mundo de la realidad virtual parece constituir una decisión coherente con respecto al rumbo último adquirido por sus respectivas trayectorias. Ambos poseen ese instinto picassiano que les hace advertir los cambios antes de que sucedan. De igual manera, su tránsito desde propuestas más íntimas y personales a trabajos marcados por la impronta del espectáculo y de la estética de lo sublime hacía de ellos firmes candidatos a encabezar un «giro virtual» del arte que, con seguridad, será secundado por otros representantes de su exclusiva especie, megaestrellas que necesitan a toda costa epatar a su público para continuar de actualidad. Otrora, quizá, Abramovic se hubiera introducido ella misma, de «cuerpo presente», en el tanque de cristal a fin de dotar de un carácter más extremo a su obra. Pero el «performer» suele envejecer muy mal, y éste es un ejemplo de ello.

Uno de los motivos principales por los que la realidad virtual comienza a tener una mayor presencia en un mundo tan paralizado y conservador como el del arte contemporáneo es el de la pura supervivencia. Desde principios del siglo XXI, la imagen artística ha perdido capacidad de influencia y la posición hegemónica que en otros periodo tuvo como definidora de la cultura visual de una época ha desaparecido. El arte, convertido en una religión minoritaria, parece haber perdido casi por completo la facultad para influir en el régimen visual de nuestro tiempo. Vemos muy poco, pero aquello que, entre nebulosas, todavía advertimos no encuadra precisamente con nada que tenga que ver con lo artístico. De ahí que, ante la imposibilidad de atraer nuevos públicos mediante los modelos de exposición tradicionales, artistas e instituciones comiencen a ser conscientes de la urgencia de proporcionar contextos más experienciales.

La realidad virtual entra en la escena artística en un momento en que el concepto de «instalación» no parece dar más de sí. Después de experimentar con la escala –cada vez mayor– de las obras, con su arquitectura, de introducir todo tipo de materiales –luces LED, rayos láser–, de crear entornos rayanos en la ciencia-ficción, el arte necesita dar un paso más y asumir una tecnología que, para cualquier «millennial», forma parte de su vocabulario básico. En un mundo que avanza en la dirección de proporcionar experiencias tan intensas que superen a aquéllas posibilitadas por la realidad física, el arte o se sumerge en lo virtual o terminará por ser desechado y rotulado como un universo analógico.

Ahora bien, ¿son las obras citadas de Abramovic y Kapoor, así como la de otros autores que se han adentrado en el mundo de la realidad virtual, capaces de ampliar los márgenes expresivos y discursivos del arte, o más bien revelan un uso de las nuevas tecnologías todavía «naïf» y similar al asombro de un niño ante un juguete nuevo? Otro de los artistas referenciales de nuestro tiempo, el danés Olafur Elliason, demuestra que el efecto visual y la experiencia de lo maravilloso priman sobre cualquier principio de reflexión. En «Rainbow», por ejemplo, no parece haber nada más que la pretensión de imitar a la naturaleza mediante la creación de un arco iris artificial, solo visible desde el punto preciso en que la luz, las gotas de agua y el ojo del espectador coinciden en un ángulo determinado. Después de más de un siglo de revoluciones conceptuales, en las que el arte dejó de ser un objeto estético para convertirse en una «intencionalidad filosófica», los artistas, por mor de una fascinación no metabolizada por la tecnología, regresan a un estadio meramente mimético en el que lo que cuenta es imitar la realidad y nada más.

La realidad aumentada

En parecidos términos cabría calificar el uso que de la «realidad aumentada» hace una artista como Zenka. Sus anodinas impresiones en lino ofrecen una experiencia inesperada al espectador cuando éste sitúa su «tablet» delante de ellas, y las figuras representadas comienzan a moverse y a interactuar. El viejo efecto de hojear rápidamente un libro para que las figuras parezcan moverse es ni más ni menos el propósito de un empleo tan banal y ridículo de la imagen virtual como el propuesto por Zenka. Y no se trata solamente de que los esquemas visuales con los que trabajan sean simples y supongan el regreso a una fase premoderna, sino que la «descapitalización conceptual» que operan de la práctica artística contemporánea resulta demencial. Obsérvense, por ejemplo, los casos de Jane Lafarge Hamill o Elizabeth Edwards. La primera –una pintora de cierto prestigio– decidió recurrir a la realidad virtual por su ansiado sueño de poder introducirse en sus composiciones. La segunda, en cambio, propone una participación más activa del espectador mediante la utilización de una interfaz a través de la cual el espectador, por contacto, va seleccionando la ruta de su vertiginoso recorrido.

Más allá del afán por romper las limitaciones del arte bidimensional y de jugar con la profundidad, las distancias y las escalas, ambas obras no aportan más que una factura técnica más o menos correcta, y vuelcos en el estómago semejantes a los experimentados por cualquier usuario de una montaña rusa. Se trata, es cierto, de los primeros flirteos con una tecnología cuyas posibilidades a día de hoy se desconocen, pero resulta evidente que si el arte quiere encontrar una vía de salvación en ella tendrá que hacer mucho más que lograr un simple efecto fascinante. O los artistas logran sedimentar y otorgar cierta naturalidad a un recurso como éste, o la realidad virtual se convertirá en un regalo de Reyes que, tras desempaquetarlo, llamará la atención del niño durante un breve tiempo.



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