La única alternativa del hombre para no convertirse en esclavo de la inteligencia artificial será transformarse en un cíborg conectado. Esa es, por lo menos, la teoría de Elon Musk, el imaginativo creador del automóvil eléctrico Tesla, el cohete Space X y otra miríada de proyectos futuristas, que incluyen la pintoresca ambición de colonizar Marte. "Si no somos capaces de vencer a un robot, lo mejor es transformarnos en una máquina", sentenció en tono de advertencia.
Para evitar que el hombre termine sometido a las criaturas generadas por la inteligencia artificial, su startup científica Neuralink propone -en resumen- conectar el cerebro humano a la computadora a través de un cordón neuronal (neural lace). El microprocesador miniaturizado que presentó a la prensa en julio pasado, denominado N1, es un minúsculo chip de 1 cm2, formado por 96 hilos más finos que un cabello, de 32 electrodos cada uno. Una vez implantado "de la manera menos intrusiva posible", permite activar ciertas zonas neuronales. Como otros proyectos similares, ese dispositivo fue inicialmente concebido para responder a desafíos terapéuticos precisos, como la necesidad de tratar ciertos desórdenes neurológicos -entre ellos, el Alzheimer-, devolverles la vista a los ciegos, resolver problemas de motricidad o transmitir el pensamiento a través de un teléfono inteligente. "Por primera vez en la historia, ahora tenemos el potencial para resolver ese tipo de problemas", aseguró Matthew MacDougall, el neurocirujano jefe de Neuralink.
El sistema, según sus promotores, fue experimentado con éxito en ratas y simios. A pesar de los progresos logrados por el centenar de científicos que trabajan en Neuralink, aún está lejos el momento de poder iniciar los implantes que convertirán al hombre en un cíborg. Ese nuevo término, formado a partir de los vocablos ingleses cyber y organism, fue adaptado como "cíborg" por la Real Academia Española para referirse a los "seres compuestos de elementos orgánicos y cibernéticos".
El acople de la alta tecnología con una humanidad aumentada, capaz de convertirse en realidad a breve plazo, abre posibilidades que pueden ser infinitas. Si bien en esta primera etapa Neuralink privilegia sus propósitos terapéuticos, otro objetivo esencial de una simbiosis entre la inteligencia humana y la inteligencia artificial puede ser neutralizar la "supremacía" de los robots y evitar la "pérdida de utilidad del hombre".
Esa hipótesis responde a la inquietud de algunos científicos, convencidos de que el impacto destructor del hombre sobre el planeta está empujando al mundo del Antropoceno al Novaceno. En su libro The Coming Age of Hyperintelligence (La futura era de la hiperinteligencia), escrito en su cottage en Chesil Beach para festejar sus 100 años, el científico británico James Lovelock sostiene que "los cíborgs serán los protagonistas determinantes de la selección natural que abre esa nueva era geológica porque pueden reproducirse y evolucionar, pensarán miles de veces más rápido que la mente y serán más inteligentes que los humanos".
El famoso caso del norteamericano Neil Harbisson, que se presenta como el primer cíborg reconocido por un gobierno, resulta emblemático en ese sentido. Durante sus primeros 16 años vivió con acromatopsia, una forma de daltonismo que le impedía distinguir los colores, y solo le permitía ver la realidad en blanco, negro y gris. Esa restricción resultaba dramática para un hombre que había decidido consagrarse a las artes plásticas. Su vida cambió con la implantación de un eyeborg (ojo cibernético), un sensor que detecta el color (por su longitud de onda) y lo convierte en una nota musical. Gracias a ese dispositivo puede "escuchar" los colores. Actualmente es capaz de "oír" hasta 360 matices diferentes. Con ayuda de un chip que funciona como una aplicación suplementaria, agregada al eyeborg, sobrepasó las fronteras del espectro visible para acceder al de las radiaciones electromagnéticas como el infrarrojo y el ultravioleta. En ese sentido, Neil Harbisson no tiene nada que envidiarle a Superman.
Después de depender durante años de auriculares, decidió que el eyeborg formara parte de su cuerpo y lo fusionó con su cráneo, lo que le permite escuchar los colores por resonancia ósea en el cerebro. Para cargar el eyeborg, usa la energía de su cuerpo.
Durante décadas, científicos y escritores de ciencia ficción -como Isaac Asimov y Arthur C. Clarke- habían especulado sobre un futuro en el que los humanos lograrían fusionarse con las máquinas. A juicio de Lovelock, ese momento está llamando a nuestra puerta. Para no alarmar a la opinión pública, algunos expertos prefieren definir ese fenómeno como "realidad aumentada". Otros trabajos de investigación y grupos de estudio creen que, desde el punto de vista científico, es más correcto hablar de transhumanismo. La humanidad, postulan, debería usar la tecnología para tomar en forma consciente el control de su evolución a fin de mejorar las habilidades del hombre hasta llegar al punto de decir que somos "poshumanos". Los teóricos de esa corriente afirman que la vida no debe constituir el final de la línea evolutiva de sapiens. "Somos 'humanos de transición' con potencial para ser más inteligentes, alcanzar un mayor control sobre nuestro entorno y vivir más tiempo o incluso superar la muerte por completo", argumenta Natasha Vita-More, presidenta del think tank Humanity+.
Dos de los principales apóstoles de esa teoría son el cofundador de Google, Larry Page, y el director de Ingeniería de su empresa, Ray Kurzweil. Esos dos genios de nuevas tecnologías prevén que en las próximas décadas se registrarán rupturas esenciales en tres áreas críticas: una revolución genética, que permitirá "reprogramar nuestros genes" y crear medicamentos capaces de atacar las enfermedades a nivel molecular; una revolución nanotecnológica, que abrirá el camino a la "reconstrucción del mundo físico, átomo por átomo, de nuestros cuerpos y cerebros"; y una revolución cibernética, que llevará la inteligencia artificial a un nivel sensiblemente superior al cerebro humano.
La clave de esta visión es la convicción de que la capacidad de hacerlo llegará pronto y, cuando eso ocurra, el cambio será veloz y traumático.
Prolongando lo que escribía en la década de los 90 el profesor de ciencias de la computación Vernor Vinge, que también era autor de ciencia ficción, Kurzweil calcula que la intersección de esas tres revoluciones -previsible a mediados de siglo- provocará "un cambio tecnológico tan rápido y tan profundo que alterará en forma irreversible las características de la existencia humana en el planeta".
Los propios transhumanistas notan que la prédica de Kurzweil sobre las mutaciones aleatorias de la evolución hacia un futuro inmediato de perfil poshumano tiene un aspecto casi religioso, aunque de dimensión secular: "Estas revoluciones tecnológicas nos permitirán trascender nuestros frágiles cuerpos con todas sus limitaciones (.) La creación de tal mundo es, en esencia, la Singularidad" (así, con mayúscula). Otros la definen como una nueva ideología.
Sin ser más indulgente con el poshumanismo, el politólogo Francis Fukuyama sospecha que el transhumanismo encubre una idea mucho más inquietante porque -entre otros riesgos- amenaza con originar una catarata de fanatismos y derivas sectarias que alejarán el mundo de la utopía del cíborg. Además, y este es el mayor peligro, reside en que puede profundizar las desigualdades del planeta y alejar a la humanidad de la soñada hiperdiversidad. A partir de cierto punto, el mundo corre el riesgo de encontrarse frente al abismo de una distopía como la que profetizaban George Orwell, Aldous Huxley o Ray Bradbury.
Especialista en inteligencia económica y periodista
Por: Carlos A. Mutto
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